miércoles, 31 de julio de 2013

Recuerdos

  Son estos días los que me llenan de recuerdos. Afuera el Sol brilla intensamente, dejando algo blanquecino al celeste del cielo, y calentando el aire como si quisiera comprimir todos los días del verano que vendrá en una sola siesta; el viento sopla desde el norte con todo su calor, sacudiendo las hojas y las ramas, y arrastrando el polvo y la arena por cada desafortunado y solitario rincón del pueblo. Y mientras, yo estoy aquí, en mi cuarto, fresco, en silencio. Así es como empiezo a recordar, por ejemplo, mi bici en el campo a un costado del camino, conmigo sentado sobre ella, y a unos pocos metros mis dos amigos en sus bicis, bajo la sombra del único árbol en un diámetro de un kilómetro, rodeados por el calor de la siesta y fatigados por habernos arriesgado a transitar un trayecto desconocido sin agua, pero disfrutando de la tarde. O mis pasos, uno detrás de otro, caminando hasta “el campito”, sabiendo que la tierra se adhiere a mi piel gracias al sudor, y sintiendo cómo las gotas caen por mi espalda hasta encontrarse con mi remera y empaparla; el Sol recalentando mi cabeza hasta que finalmente llego a aquel edificio, con su fresca oscuridad, y saludo a los dos o tres compañeros que han llegado, para luego recostarme en los mosaicos del piso; y por la tarde intento regular mi paso a la velocidad apropiada para alcanzarla o para que me alcance “de casualidad”, y poder caminar con ella hasta casa; no había nada mejor que caminar toda aquella calle de regreso con ella el viernes por la tarde. O yo sentado frente a mi computadora, con mi habitación casi herméticamente cerrada y el acondicionador de aire programado al máximo, llegando a sentir frío mientras afuera las chapas del techo están ideales para cocinar; escuchando música relajante, música que me ayude a alejarme todavía más del pueblo, escuchando Owl City sin siquiera saber quién es Adam Young. O corriendo sobre las piedras del ripio con una pelota de fútbol y un amigo, mientras otro espera entre dos árboles, uno verde y otro reseco, a que alguien intente hacer un gol. O una madrugada encontrándome con mis amigos para subir y bajar los altos montículos de tierra en una calle en pavimentación, sintiendo la frescura de la brisa nocturna, y esa extraña sensación que me acompañó siempre que estuve haciendo algo divertido mientras sabía que el resto del mundo simplemente dormía.

jueves, 25 de julio de 2013

Ser Nadie

  A veces quisiera ser nadie. Quisiera ser como un rayo del Sol, que viaja veloz pero silenciosamente a través de la vastedad de un vacío incomprensiblemente repleto de misterios hasta llegar a la Tierra, donde aunque pareciera absurdo, invisible e inalcanzable, sin que nadie lo vea o lo note, se desliza por una hoja, un tronco, un insecto, una mejilla, una pestaña, una nube, y la hace visible. Como una gota que logra condensarse lo suficiente como para separarse de aquellas que son débiles y permanecen en una nube, y empieza a caer por la atmósfera, ganando velocidad y materia durante el trayecto, sin ser distinguida por ningún ojo de todas las demás gotas que caen a su alrededor, y que finalmente se estrella y se despedaza contra la hierba, la tierra, una ventana, un tejado, lejos de cualquier persona que pudiera sentir su humedad. Como la vieja, descolorida, y quebradiza hoja de un árbol en medio del bosque, que durante ese corto lapso de tiempo entre la noche y el día, cuando los animales nocturnos están empezando a dormirse y los diurnos están empezando a despertarse, cae silenciosamente, no porque el viento o algún animal la haya separado de su rama, sino porque sencillamente es su momento de caer, y va meciéndose por el aire antes de tocar el suelo, como disfrutando plenamente el viaje, porque pronto se convertirá en aquella putrefacción anónima y húmeda a los pies de los árboles. Como una de las docenas de lágrimas que derrama el irritado ojo de alguien olvidado que se encuentra rodeado por su soledad y por la angustia en un rincón invisible para el resto del mundo, que se arrastra por el camino salado que las anteriores lágrimas dejaron en el pómulo y la mejilla, y antes de llegar al labio, cae sin que la persona la notase, sobre su ropa, donde se escabulle a través de los diminutos túneles que construyó el hilo de la tela hasta esparcirse lo suficiente para ya no ser ella, y desaparecer por completo y por siempre, sin dejar rastros de su existencia. Como una brisa que atraviesa todo el campo sin dejar su huella en ninguna piel, pluma o hierba, porque viaja lentamente por donde no hay nadie, y a la altura suficiente para que las plantaciones no sientan su frescura, y después llega al desierto, donde sólo logra arrastrar unos cuantos granos dorados cuya posición anterior era totalmente desconocida hasta por ellos mismos antes de ser diluida por una ventisca mucho más fuerte que ella, proveniente del punto cardinal opuesto. Como todos aquellos, millones, billones y trillones de testigos silenciosos que aparecen y desaparecen en medio de las maravillosas simplezas cotidianas del mundo, sin comentar nada acerca de ellas, sin modificarlas, sin intervenir, sólo estando ahí para poder apreciarlas en el momento y nada más, aunque luego no tuvieran la memoria para convertirlas en recuerdos. Como testigos del presente que olvidan el pasado y que no saben nada del futuro.
  A veces quisiera ser así, sólo a veces…

viernes, 19 de julio de 2013

Abrazos Gratis

  Desde el momento en que vi por primera vez un video de un chico parado en medio de la ciudad, sin trasladarse mientras a su alrededor docenas de personas simplemente lo esquivaban, tal vez sin siquiera percatarse de que era una persona, quise hacerlo. Él tenía sus brazos elevados, y en sus manos sostenía un cartel muy simple que decía "Free Hugs" ("Abrazos Gratis", en español). Me propuse hacer lo mismo, a ver qué se sentía en la experiencia. Sin embargo, pensaba hacerlo recién el año que viene, cuando me marchase a la ciudad, pero hace unas semanas, hablando con una compañera de clase (creo que ella no se sentiría cómoda si le digo "amiga", pero yo soy su amigo), ella me dijo que alguna vez le gustaría hacerlo también, y que alguna vez definitivamente lo haría. Yo aproveché la oportunidad y la invité a que lo hiciéramos juntos (la vergüenza que produce la timidez es menor cuando se comparte; es más llevadera que tener que cargar con toda tú mismo, creo). Hoy, viernes 19 de julio (2013), finalmente lo hicimos.
  Salí de mi casa a las 8:55 de la mañana, porque a las 9 debíamos encontrarnos en la plaza. Llevaba mi pequeño cartel enrollado en mi bolsillo canguro, y realmente no quería hacerlo. Tenía mucha, demasiada vergüenza de caminar por la calle, en frente de la gente, con aquel cartel extendido entre mis manos. Anduve por la plaza deseando que ella no se atreviera a venir, y cuando estaba a punto de regresarme con el estómago dado vuelta por la inseguridad, ella apareció en una esquina, a las 9:10. Entonces no hubo remedio, porque debía cumplir con el trato. Tuve que enfrentar mi miedo, pues, al fin y al cabo, era algo que tenia muchas ganas de experimentar.
  Desdoblé mi cartel tomando un poco de la valentía que ella dejó ir al desdoblar el suyo, y empezamos a caminar, cada uno por un lugar diferente. Aunque es un pueblo pequeño, no demoré en cruzarme con la primera persona: era un hombre ya anciano, alto, de rostro serio; noté que leyó mi cartel, y al instante desvió la mirada, su rostro se hizo más serio y agachó la cabeza para encender un cigarrillo. Estaba claro que no iba a abrazarlo. La siguiente fue una mujer anciana, que me saludó con expresión seria y siguió camino. Después me crucé con dos jóvenes, un chico y una chica; él leyó mi cartel y se sonrió, y en seguida le dijo "dale, abrazalo, dale un abrazo al chico", pero ella se negó.
  Cuatro personas y ningún abrazo, pero finalmente, incluso cuando estaba a unos treinta metros, supe que la quinta persona me abrazaría: era una chica de aproximadamente mi edad, tal vez un poco menos, que vio mi cartel y empezó a reír. Su timidez casi la hace pasar de largo, pero a último momento me atreví a preguntarle directamente "¿querés un abrazo"?, y ella dijo "bueno" torciendo la cabeza, y entonces, al fin, tuve mi primer abrazo de la mañana (la cual por cierto estaba muy fría, ideal para abrazar). Desde ese momento hasta ahora, no he perdido la sonrisa. Vaya, qué incontrolables ganas de sonreír me quedaron después de ese primer abrazo. Supongo que ese es el fin principal de la experiencia: alegría en estado puro, genuina, casi infantil, que parece no tener ningún sentido.
  Luego me crucé con más personas, pero ninguna me abrazó. Una de ellas, al ver mi cartel, se cambió de vereda. Después acerqué a unas mujeres que estaban limpiando una iglesia y les ofrecí un abrazo: una de ellas se rió mucho, pero la otra me miró seria y me preguntó "¿para qué?", y casi sin detenerse a escuchar mi respuesta ya se alejó.
  En fin, los únicos abrazos que recibí fueron los de aquella chica y el de Noe, mi compañera de dar abrazos, que ciertamente tuvo más suerte, y dio como diez. Pero no se trata de "recolectar" abrazos o algo así, sino simplemente de dar los tuyos, y recibir otros a cambio. Mis dos abrazos son todo lo necesario para alegrarme el día.
  Volveré a repetir la experiencia cualquier día de estos. Vale la pena hacerlo, se pasa un momento muy lindo.