domingo, 8 de junio de 2014

Danza

  Hoy fui por primera vez a ver una obra de danza. Nunca antes había tenido la experiencia de observar una puesta en escena profesional, en un lugar propiamente (al menos en parte) preparado para ello, con personas propiamente preparadas para ello. Siempre detesté la danza; supongo que nunca la entendí. Este año, al ingresar a la facultad, una de mis profesoras de una cátedra llamada Lenguaje Corporal I: Danza, me hizo entenderla, más o menos, por supuesto. Realmente la odiaba, detestaba la danza, y me parecía una total pérdida de tiempo, pero ahora, puedo decir que me encanta, y aunque seguramente nunca la entenderé tanto como los bailarines o como un público más preparado, me fascina, y la veo como uno de los logros más hermosos de la humanidad.
  El momento de ingresar a la sala, con luz tenue y cálida, asientos espaciosos y organizados en hileras, escaleras hacia un palco muy por encima del escenario, un gran telón cayendo con todos su pliegues, estático e imponente, pero suave, fue distinto a cualquier otra sensación anterior. Al entrar a un cine se siente algo especial que nunca, jamás podré describir, y con esto sucede igual, pero de una manera más intensa, mucho más intensa, y con otras diferencias, igualmente inexplicables para mí. Pero puedo decir que estas distinciones se dan por el hecho de que lo que estás a punto de ver no es una pantalla, no es una mentira lumínica cayendo sobre una tela, son cuerpo reales, moviéndose, palpitando, saltando, sintiendo, respirando, todo justo frente a tus ojos, frente a tu propio cuerpo. Cualquiera puede creer que no (yo pensaba que sí sería algo distinto, pero que no lo sería tanto), pero la diferencia entre ver danza a través de una pantalla y ver danza en vivo es abismal, ridícula, hay una distancia tal entre ambas cosas, que podría decir que ver danza a través de televisión o video es sólo eso, verla, pero presenciarla en vivo, es vivirla, incluso si tu cuerpo permanece estático, incluso si tu cuerpo no es el del bailarín. Vaya, de seguro soy incapaz de imaginarme la intensidad, la cantidad y brutalidad de los sentimientos y las sensaciones que logran los propios bailarines.
  Pero si al entrar al lugar y acomodarme en mi asiento todo era distinto a todo lo vivido antes, al momento en que el telón se arrinconó a los costados, conocí un mundo nuevo. La tridimensionalidad del escenario, la profundidad de su suelo extendiéndose hacia atrás, hace que te sumerjas en él, hace que te sientas pequeño, hace que te sientas parte. En ese momento, sentí deseos de llorar. Realmente me conmovió, me llenó de sensaciones, de sentimientos. Ese impacto visual de la profundidad del escenario y la especial iluminación y los especiales colores no era sólo un efecto físico, estaban llenos de expresividad, estaban gritando sentimientos, y era imposible no oírlos.