Era invierno. Todo el
ambiente estaba empalidecido. Arriba los altoestratos permanecían grises y
abajo el suelo yacía oculto bajo una suave y blanca manta de nieve que empezaba
a escacharse. A todo el alrededor, los edificios lívidos y los copos reflejaban
un difuso resplandor blanquecino que además de limitar la capacidad parecía
actuar como un leve pero certero somnífero.
El viento soplaba incansable
e indiferente desde el norte, desviando el recorrido de los copos y enfriando
todo lo que la nieve no lograba cubrir, como las famélicas y denudas ramas de
los árboles y las paredes de los edificios. También movilizaba los robustos
pliegues de su abrigada ropa y los castaños mechones que se escapaban del borde
de su gorro hacia su frente.
Él permanecía recostado sobre
la barra metálica que indicaba la parada de un autobús con un cartel en su
cima, y escondía sus manos en los bolsillos mientras protegía sus labios y
parte de sus mejillas bajo el largo cuello de su abrigo, manteniendo el calor
con su propio aliento. No levantaba ni durante un instante la mirada de aquella
estrecha franja oscura en el asfalto que lograba resistirse a la dominación de
la nieve. Sólo de vez en cuando la desviaba un poco para asegurarse de que ella
aún estaba allí, de pie, a casi dos metros de él.
Ella también miraba hacia
abajo, y se balanceaba sutilmente sobre sus tobillos intentando generar un poco
de calor en su cuerpo. Desde su nuca, sus cabellos, motivados por el viento,
intentaban sobrepasar a sus hombros, ocultos bajo un pesado abrigo oscuro. Lo
gélido entraba a ella a través del aire, enrojeciendo su nariz y robándole la
sensibilidad a sus fosas nasales; pero desaparecía en los pulmones, y regresaba
tibio al exterior, formando una nube fugaz alrededor de sus labios.
Ninguno sonreía, ninguno
podía elevar la mirada o centrar sus ojos directamente en los del otro. El
tiempo, que había sido tan generoso con ambos, lentamente fue perdiendo la
paciencia, y estaba próximo a abandonarlos. Las palabras que siempre habían
abundado casi hasta el despilfarro, se quedaban desarmadas en su interior sin
la capacidad ni la intención de salir. Pero el silencio era el escándalo
adecuado para expresar la homogénea amalgama de sensaciones extrañas y
mayormente amargas que parecía circular por sus estómagos y sus gargantas.
Una mancha azul empezaba a
hacerse notar en la blanca pared que construía la nevada, y aquella mezcla
empezaba a arremolinarse, dándoles el deseo de gritar, el cual luego se
convirtió en una necesidad que no pudo ser satisfecha.
Él aumentaba el ruido de su
respiración y apretaba sus dientes y puños, pero ni siquiera el frío que estaba
a punto de congelar sus cejas y la punta de su nariz podía congelar el tiempo.
Cuando aquella mancha azul se convirtiera en un autobús y se detuviera frente a
ellos, todo acabaría. Y entiéndase “todo” como lo bueno, lo cálido, la
capacidad de generar esa felicidad que desemboca en recuerdos hermosos pero
inevitablemente dolorosos. Por otra parte, empezaría un largo camino rodeado de
vacío; un camino solitario donde el tiempo tendría tanto espacio para llenar
que tardaría mucho en hacerlo, y transcurriría muy lentamente debido a eso.
Ya podía escuchar el sonido
de las cubiertas del vehículo comprimiendo los cristales de nieve, dejándolos
como una delgada y frágil piel de escarcha para el asfalto. Aquel sonido era el
preludio de la soledad, y se mezclaba con la desesperación que empezaba a nacer
en su interior. Sus deseos de gritar y correr aumentaban, pero su cuerpo le
respondía cada vez con más quietud, como si la sobrenatural esfera que crecía y
se apoderaba de su garganta, asfixiándola, paralizara también el resto de su
cuerpo.
El autobús se detuvo frente a
ambos, y pareció detenerlo todo durante un instante. El viento, la nieve, el
tiempo, sus latidos, todo se congeló durante un microsegundo. El frío fue lo
único que no se detuvo, y contrariamente, se intensificó.
Ella no podía pensar en nada.
La decisión ya estaba tomada y no importaba cuánto temblara su pecho, no había
marcha atrás. Nadie había querido que las cosas terminaran así, pero uno no
puede controlarlo todo en la vida.
Él tragó saliva cuando
escuchó que la puerta corrediza se deslizó con brusquedad para abrirse, y abrió
su boca para no asfixiarse. Su cerebro bombardeó su mente con las imágenes de
decenas de recuerdos, y su sangre empezó a recorrer tan velozmente como los
pensamientos todo su cuerpo. Pero luego, en una porción de tiempo lo
suficientemente diminuta como para que ningún humano pudiera comprenderlo,
aquellos recuerdos se diluyeron en la imaginación de un futuro, en la realidad
cercana que empezaría tan sólo en unos instantes, cuando ella subiera al
autobús, lo mirara de reojo por la ventanilla, y la puerta se cerrara. Una
realidad horrible. Una realidad que exasperaba. Una realidad sin ella.
Ella levantó la cabeza para
dar el primer paso al frente, y él estalló en un movimiento veloz. La rodeó con
sus brazos como si estuviese a punto de caerse de un precipicio, y la apretó
contra su pecho como si quisiera unirla a su cuerpo. Sumergió su nariz y labios
en su cabellera y se sintió libre cuando disfrutó su aroma.
—No te vayas —le dijo desde
atrás del oído, con los ojos fuertemente cerrados, y la sujetó un poco más que
antes.
Ella elevó sus manos y bajó
sus dedos sutilmente hasta los brazos de él, pero no dijo nada. Parpadeó pausadamente,
como si se hubiese sumergido en el sueño durante un instante, y empezó a
deslizarse hacia abajo sin hacer ningún esfuerzo extra. Los brazos que la
rodeaban se debilitaron a medida que la resignación se apoderó de su dueño, y
al final cayeron sin fuerzas mientras ella hacía un paso al frente. Pero antes
del segundo paso, se detuvo, y su silencio estiró un poco más la agonía de
ambos.
―Adiós
―dijo entre los copos de nieve, el viento, los recuerdos, y las dudas. Se quedó
unos momentos más de pie, tal vez implorando que él volviese a sujetarla, o
esperando que al menos le dijese algo más antes de partir. Paro nada sucedió, y
subió los dos escalones del autobús.
Él
agachó la cabeza mientras sus párpados intentaban cerrarse, negando y pretendiendo
no ver más la realidad, y se quedó allí, de pie, mientras el silencio y el frío
lo envolvían y lo convertían en nada más que otro objeto dentro del paisaje
urbano, como un letrero despintado o un banco poco usado.
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