Son estos días los que me llenan de recuerdos. Afuera
el Sol brilla intensamente, dejando algo blanquecino al celeste del cielo, y
calentando el aire como si quisiera comprimir todos los días del verano que
vendrá en una sola siesta; el viento sopla desde el norte con todo su calor,
sacudiendo las hojas y las ramas, y arrastrando el polvo y la arena por cada
desafortunado y solitario rincón del pueblo. Y mientras, yo estoy aquí, en mi
cuarto, fresco, en silencio. Así es como empiezo a recordar, por ejemplo, mi
bici en el campo a un costado del camino, conmigo sentado sobre ella, y a unos
pocos metros mis dos amigos en sus bicis, bajo la sombra del único árbol en un
diámetro de un kilómetro, rodeados por el calor de la siesta y fatigados por
habernos arriesgado a transitar un trayecto desconocido sin agua, pero
disfrutando de la tarde. O mis pasos, uno detrás de otro, caminando hasta “el
campito”, sabiendo que la tierra se adhiere a mi piel gracias al sudor, y
sintiendo cómo las gotas caen por mi espalda hasta encontrarse con mi remera y
empaparla; el Sol recalentando mi cabeza hasta que finalmente llego a aquel
edificio, con su fresca oscuridad, y saludo a los dos o tres compañeros que han
llegado, para luego recostarme en los mosaicos del piso; y por la tarde intento
regular mi paso a la velocidad apropiada para alcanzarla o para que me alcance
“de casualidad”, y poder caminar con ella hasta casa; no había nada mejor que
caminar toda aquella calle de regreso con ella el viernes por la tarde. O yo
sentado frente a mi computadora, con mi habitación casi herméticamente cerrada
y el acondicionador de aire programado al máximo, llegando a sentir frío
mientras afuera las chapas del techo están ideales para cocinar; escuchando
música relajante, música que me ayude a alejarme todavía más del pueblo,
escuchando Owl City sin siquiera saber quién es Adam Young. O corriendo sobre
las piedras del ripio con una pelota de fútbol y un amigo, mientras otro espera
entre dos árboles, uno verde y otro reseco, a que alguien intente hacer un gol.
O una madrugada encontrándome con mis amigos para subir y bajar los altos
montículos de tierra en una calle en pavimentación, sintiendo la frescura de la
brisa nocturna, y esa extraña sensación que me acompañó siempre que estuve
haciendo algo divertido mientras sabía que el resto del mundo simplemente
dormía.
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