A veces quisiera ser nadie. Quisiera ser como un rayo
del Sol, que viaja veloz pero silenciosamente a través de la vastedad de un
vacío incomprensiblemente repleto de misterios hasta llegar a la Tierra, donde
aunque pareciera absurdo, invisible e inalcanzable, sin que nadie lo vea o lo
note, se desliza por una hoja, un tronco, un insecto, una mejilla, una pestaña,
una nube, y la hace visible. Como una gota que logra condensarse lo suficiente
como para separarse de aquellas que son débiles y permanecen en una nube, y
empieza a caer por la atmósfera, ganando velocidad y materia durante el
trayecto, sin ser distinguida por ningún ojo de todas las demás gotas que caen
a su alrededor, y que finalmente se estrella y se despedaza contra la hierba,
la tierra, una ventana, un tejado, lejos de cualquier persona que pudiera
sentir su humedad. Como la vieja, descolorida, y quebradiza hoja de un árbol en
medio del bosque, que durante ese corto lapso de tiempo entre la noche y el
día, cuando los animales nocturnos están empezando a dormirse y los diurnos
están empezando a despertarse, cae silenciosamente, no porque el viento o algún
animal la haya separado de su rama, sino porque sencillamente es su momento de
caer, y va meciéndose por el aire antes de tocar el suelo, como disfrutando
plenamente el viaje, porque pronto se convertirá en aquella putrefacción
anónima y húmeda a los pies de los árboles. Como una de las docenas de lágrimas
que derrama el irritado ojo de alguien olvidado que se encuentra rodeado por su
soledad y por la angustia en un rincón invisible para el resto del mundo, que
se arrastra por el camino salado que las anteriores lágrimas dejaron en el
pómulo y la mejilla, y antes de llegar al labio, cae sin que la persona la
notase, sobre su ropa, donde se escabulle a través de los diminutos túneles que
construyó el hilo de la tela hasta esparcirse lo suficiente para ya no ser
ella, y desaparecer por completo y por siempre, sin dejar rastros de su
existencia. Como una brisa que atraviesa todo el campo sin dejar su huella en
ninguna piel, pluma o hierba, porque viaja lentamente por donde no hay nadie, y
a la altura suficiente para que las plantaciones no sientan su frescura, y
después llega al desierto, donde sólo logra arrastrar unos cuantos granos
dorados cuya posición anterior era totalmente desconocida hasta por ellos
mismos antes de ser diluida por una ventisca mucho más fuerte que ella,
proveniente del punto cardinal opuesto. Como todos aquellos, millones, billones
y trillones de testigos silenciosos que aparecen y desaparecen en medio de las
maravillosas simplezas cotidianas del mundo, sin comentar nada acerca de ellas,
sin modificarlas, sin intervenir, sólo estando ahí para poder apreciarlas en el
momento y nada más, aunque luego no tuvieran la memoria para convertirlas en
recuerdos. Como testigos del presente que olvidan el pasado y que no saben nada
del futuro.
A veces quisiera ser así, sólo a veces…
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