Vi una vez más a la muerte justo en frente de mí,
burlándose de mi incapacidad, a través de la cual me inyectaba una alta dosis
de impotencia. Se dejaba tocar mansamente, porque sabía que en realidad era
inalcanzable, y mi mano jamás lograría rozar su verdadera identidad. En ese
momento, tenía la forma de un simple saco de piel y huesos cubierto de pelos,
cuya única señal de vida era el sufrimiento. Sí, ya había desplazado casi por
completo a la vida de aquel cuerpo que aún parecía con intenciones de luchar,
pues su biología estaba preparada para ello, para intentar mantenerse en
funcionamiento hasta que ya fuese incapaz de producir hasta el más
insignificante de los yoctovoltios. Un poco de inercia eléctrica era lo único
que la mantenía aferrada al malestar de la existencia.
Su único deseo era no estar sola. Tal vez no quería
irse. Tal vez quería que alguien la detuviera. Tal vez quería que alguien la
acompañara. Pero la vida y la muerte son cosas demasiado estrechas, donde,
siempre, hay lugar sólo para uno.
Me pregunto si está bien llamar “muerte” a esos
instantes finales en el que uno literalmente no está vivo, pero médicamente aún
posee un cuerpo con un sistema nervioso capaz de chispear las últimas agonías,
o si en realidad “muerte” es sólo esa despreocupada e incomprensible
inexistencia que queda flotando alrededor de un cuerpo que ya es sólo un montón
de materia innerte, en la cual sin embargo, increíblemente, la vida rebosará
durante mucho tiempo en muchas formas.
También, como en cada oportunidad en que ella se
manifiesta cerca de mí, me pregunto si la ausencia total de tristeza en mí es
madurez, comprensión respecto a la obviedad que es el fin de la vida, o
simplemente indiferencia, egoísmo en estado puro, decir “mi vida es la única
que me preocupa”.
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