martes, 2 de diciembre de 2014

Esperaba

Ella esperaba todas las noches debajo de las estrellas. Las luces de la ciudad le robaban la mayor parte del cielo, pero lo que le quedaba le alcanzaba para soñar. A una parte de su interior le parecía ridículo, pero por los libros sabía que cada una de esas lucecitas era millones de veces más grande que ella. ¿No es esa razón suficiente para asombrarse? Ella ni se lo preguntaba, simplemente se asombraba.
Ella esperaba por encima de los edificios de la ciudad, en la azotea del suyo, que estaba algo descuidada, y compartía algunas de sus manchas de polvo con su vestido. Pero eso no le molestaba, ella igual se recostaba, y esperaba. Sus pupilas eran el propulsor más efectivo  jamás construido, y su mente era la más increíble y veloz nave con la que exploraba el universo.
Ella esperaba, sabía que de vez en cuando la atmósfera encendería en belleza alguna roca extraviada del cosmos. Pero no esperaba estrellas fugaces, esperaba otra cosa. De toda aquella oscuridad que rodea las luces pueden esperarse muchas más cosas. Mientras esperaba, algunos sueños llegaban, y como la brisa, revoloteaban a su alrededor y luego seguían su camino, casi sin darse cuenta cuando un sueño se convertía en otro o una sutil ráfaga en otra.
Esperaba que el tiempo se detuviera, así no tendría que esperar más. Así no tendría que esperar que al mirar su reloj los números no hayan cambiado, y al levantarse su cuerpo permaneciera intacto, tal como estaba antes de acostarse, sin polvo, con el cabello acomodado, con la energía de la cena aún por usar.
Podía no mirar el reloj, podía no levantarse, podía alejarse de todas las demás personas, podía evitar cada una de las cosas que le recordaban el tiempo, pero no escapar, no podía apartarse del tiempo mismo, que le gritaba desde el titilar de las estrellas. Ella esperaba, y se llevaba bien con el cielo porque quizá ambos eran iguales: tal vez él también esperaba, por ello se quedaba aparentemente quieto, pero se movía veloz e incansablemente. Nada menos quieto que el cielo. Y ella estaba aparentemente quieta, pero no podía evitar moverse, y mucho menos pensar. Nada menos quieto que ella.
¿Cómo guardar un poquito de brisa para recordarla después? ¿Cómo distinguir el recuerdo del pequeño soplo de hace cinco minutos de aquel que está soplando ahora? ¿Cómo hacer feliz a alguien en este mundo, donde la felicidad está por todas partes, casi como si fuera una obligación? Si es complicado convencer a alguien de algo que no está viendo, convencerlo de lo que sí está viendo lo es mucho más.
Llorar no soluciona nada, pero ayuda. Amar no salva al mundo, pero ayuda. Ella pensaba en esas contradicciones, y se confundía, mientras esperaba. Una sonrisa aparece cuando hay felicidad, pero la felicidad aparece cuando hay una sonrisa; entonces, ¿cuál es primero? ¿Por qué siempre algo tiene que ir primero y otro algo tiene que ir después? Ha de ser el tiempo otra vez, infiltrándose en mi mente, y en la de todas las personas.
Ella seguía pensando cosas como esa, y esperando.
No estamos solos en el mundo, pero nadie nos acompaña a la hora de irnos. Sin embargo, el momento más difícil de la vida no debe ser la muerte, ella sucede aunque esperemos que no lo haga; el momento más difícil debe ser la vida misma, tener que aceptarla así, tal como es, llena de muerte, llena de despedidas, llena de recuerdos, llena de tiempo.
Después de seguir pensando cosas como esa, la niña levanta su torso, porque no quiere serle infiel al cielo con sus párpados, no quiere irse de repente. Se despide como es debido, y baja de la azotea sabiendo que aunque ahora esté cansada y somnolienta, mañana, gracias al tiempo, podrá volver a esperar bajo las estrellas a que el tiempo desaparezca.

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