Ahora que estás aquí, a algunos centímetros frente a mí, con tus ojos distraídos absorbiendo mi mirada hasta el punto de desligarme de este mundo en el que estoy (o eso parece), mientras reflejan las nubes grises más allá del vidrio, e incluso la fría carretera por la que pasan los vehículos y sus ruidosas ráfagas, quiero pedirte algo, algo que necesito, quizá el algo que más necesito, y es que me lleves. No sé si es cerca, si es lejos, si es complicado llegar o si es imposible, pero quiero intentarlo. Llévame donde el viento pueda arrastrar hasta mí ese aroma que se esconde en tu cuello, bajo tu cabello; donde tus manos alcancen las mías y las aprieten con fuerza, como prohibiéndome cualquier intento de partir; donde tu voz flote en el aire para que el silencio no me aturda y el escándalo no me altere, formando las palabras de paz y ternura más convincentes del mundo, irrefutables; donde al cerrar los ojos pueda seguir viéndote, reconstruyendo en mi imaginación cada uno de tus encantos y de tus lindas imperfecciones mientras siento el calor que viene directamente desde ti cuando le muestras tu piel a mi piel; donde tu respiración renueve y oxigene también mi propia sangre al ingresar por mis oídos; donde pueda ver el mundo que queda atrapado en la humedad de tus ojos para luego escapar con la forma del brillo que más me gusta; donde pueda hablarte sin tener que desconfiar de si la luna te hace llegar o no mis palabras, o más importante, mis sentimientos; llévame a ese lugar hermoso que a veces es el mismo y a veces es distinto, pero siempre está a tu alrededor, recibiendo la bendición de tu compañía; llévame a donde estás o a donde quieras ir; llévame a donde vayas; llévame contigo.
Por favor.
sábado, 26 de octubre de 2013
sábado, 5 de octubre de 2013
Muerte
Vi una vez más a la muerte justo en frente de mí,
burlándose de mi incapacidad, a través de la cual me inyectaba una alta dosis
de impotencia. Se dejaba tocar mansamente, porque sabía que en realidad era
inalcanzable, y mi mano jamás lograría rozar su verdadera identidad. En ese
momento, tenía la forma de un simple saco de piel y huesos cubierto de pelos,
cuya única señal de vida era el sufrimiento. Sí, ya había desplazado casi por
completo a la vida de aquel cuerpo que aún parecía con intenciones de luchar,
pues su biología estaba preparada para ello, para intentar mantenerse en
funcionamiento hasta que ya fuese incapaz de producir hasta el más
insignificante de los yoctovoltios. Un poco de inercia eléctrica era lo único
que la mantenía aferrada al malestar de la existencia.
Su único deseo era no estar sola. Tal vez no quería
irse. Tal vez quería que alguien la detuviera. Tal vez quería que alguien la
acompañara. Pero la vida y la muerte son cosas demasiado estrechas, donde,
siempre, hay lugar sólo para uno.
Me pregunto si está bien llamar “muerte” a esos
instantes finales en el que uno literalmente no está vivo, pero médicamente aún
posee un cuerpo con un sistema nervioso capaz de chispear las últimas agonías,
o si en realidad “muerte” es sólo esa despreocupada e incomprensible
inexistencia que queda flotando alrededor de un cuerpo que ya es sólo un montón
de materia innerte, en la cual sin embargo, increíblemente, la vida rebosará
durante mucho tiempo en muchas formas.
También, como en cada oportunidad en que ella se
manifiesta cerca de mí, me pregunto si la ausencia total de tristeza en mí es
madurez, comprensión respecto a la obviedad que es el fin de la vida, o
simplemente indiferencia, egoísmo en estado puro, decir “mi vida es la única
que me preocupa”.
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