viernes, 31 de agosto de 2012

Al Sur De Mi Corazón

    Sí, cierto, podría haberlo hecho mucho mejor, pero… no vieron cómo agitaba su espada, cómo torcía su muñeca, ni cómo lograba siempre interponer su avambrazo (seguramente de carbono) entre sus puntos débiles y mi espada. ¡Dios, aquí voy de nuevo, lleno de excusas y justificaciones para no sentirme un miserable perdedor!
    Logré soportarlo unos segundos, pero dos minutos es demasiado para el tiempo que luché contra él… Uno siempre se imagina a un líder en realidad débil, que manda pero no lucha. Este, no parecía un líder, tampoco un luchador, parecía una bestia feroz y ágil.
    Caí al suelo y sentí una extraña sensación bajo mi pecho. Envié mi mano a tal lugar y sentí escapar mi sangre. Luego de tanto tiempo, al fin me abandonaba.
    De no ver la sangre, no habríame dado cuenta de la herida. ¡Oh, con qué velocidad incrustó y retiró su brillante espada de mi carne! ¡Ni lo había notado!
    Al percatarme de la sangre, también empecé a sentir el dolor en mis entrañas. Pero más que mi cuerpo, me dolía la humillación, el sólo observar desde la altura de sus pies a mi enemigo sacudiendo la espada para despojarla de mi sangre, y comenzando a librarse de su armadura conmigo en frente. ¡Sí Dios, qué humillación!
    Mi humillación contaba de dos razones, y esta era mucho peor que la primera: había dejado morir mi promesa.
    Ella estaba ahí, observando cómo me convertía en un hipócrita mentiroso. “¡Yo te protegeré!”, “¡Nada malo te ocurrirá mientras estés a mi lado!”, ¿Qué haría ahora con esas palabras? Debía tragármelas, y tendrían un sabor incluso más ácido que la derrota. Cada vez que estuvo en mis brazos, cada vez que nos ocultamos en los bosques y las montañas, cada vez que me paré frente a sus amenazas, cada vez que (hipotéticamente) la protegía, sólo estaba simulando, tomando un papel que no era mío, y eso ahora salía a la luz. Si protegerla hubiese sido mi papel, algo habría ocurrido: mi espada lo hubiese herido, algún aliado habría aparecido, por alguna razón él tendría que haberse ido, yo tendría que haber vencido.
    Mientras el charco debajo de mí crecía, no podía voltear hacia atrás y ver a Minerva. Imagino que habrá tenido una expresión de terror y desilusión, quizá acompañada de lágrimas, reflexionando sobre cómo se le ocurriría a aquel siniestro causarle espantosas agonías y luego asesinarla.
    El dolor de mi carne desapareció, y de mis ojos emergieron las lágrimas.
    Pensé en hacer un gran esfuerzo y articular las palabras “lo siento” para mi compañera… para mi amada, pero no tuve el valor. En esos momentos, estaba reducido a un simple cadáver viviente rogando volver a su estado original.
    Ya con todo perdido, como buen desgraciado, me limité a soñar… Soñé un mundo en el que mi sangre me pertenecía, en el que hacía un día soleado y en el que el paisaje contaba con colinas deslumbrantes llenas de hierba y gazanias amarillas. Allí, con piernas y brazos extendidos, y cabeza contra cabeza, nosotros dos  recostados mirando el celeste y las nubes pasar. Simplemente charlando, y riendo, sin señal de alguna armadura, de alguna espada, algún puñal, algún escudo… repletos de aquello que nunca logré conocer y que llaman “paz”.
    Sonreí (en el mundo real) al comenzar a imaginarlo, y para reforzar su realidad cerré los ojos mientras sentí un golpe contra el suelo, lo que creo yo fueron las rodillas de Minerva.
    Una vez cerrados mis ojos, empecé a imaginar una boda; a Minerva con un hermosísimo vestido y más preciosa que nunca; a mí con un elegante traje y a todos nuestros afectos alrededor, observándonos con una sonrisa.
     La boda se interrumpió cuando sentí al enemigo tomar el yelmo de mi armadura. Abrí mis ojos y lo divisé en sus manos, y su espada elevada. Sin aviso, junto a un deprimente alarido de mi amada, descendió su espada y cortó mi cuello, dividiendo mi cuerpo en dos y convirtiéndome en un decapitado.
     Después de aquello, supongo que la potencia del golpe movió unos centímetros mi cabeza, y así logré hacer lo que mis pocas agallas no me permitían: ver a Minerva. Fue un segundo, sólo un segundo que mis ojos lograron verla, y esa fue la última imagen que vi, la horrible imagen de mi amor llorando.

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