sábado, 9 de julio de 2011

El Cometa

Salí a tomar un poco de aire fresco y luz del Sol. Una suave brisa iba tomada de la mano de la cálida claridad, y entre las dos me abrazaban mientras en los árboles y el cielo las aves celebraban con cantos y revoloteos.
Debajo de las nubes, aprisionado a una cruel tanza cristalina, un cometa intentaba con la ayuda del viento alejarse, pero fluía en la misma porción del aire una y otra vez, con los mismos movimientos. Yo lo observaba comparando la longitud de su hilo con el mío, que era mucho más severo y no me permitía siquiera despegarme del piso.
Pasaron las horas, y sin marcharse de mis ojos el cometa se despidió del Sol y empezó a darle su compañía al resto de las estrellas, que tímidamente empezaban a asomarse desde lo más profundo del Universo. Mis párpados no fueron tan persistentes como aquellos trozos de papel coloridos voladores, y terminaron llevándome al cansancio y al realista mundo de los sueños.
Regresé junto al Sol, y el cometa fue capaz de darnos los buenos días. Ya no me resistí y corrí a buscar a las infatigables, diligentes y obstinadas manos que aún continuaban dándole al cielo aquel pequeño rombo como un diminuto arco iris.
Pero llego a su nacimiento y dejando tras de mí decenas de huellas en la arena, encuentro la tanza rodeando repetitivamente una roca de la costa atlántica, y en ella una significativa nota en un insignificante trocito de papel.
Con vacilación retiré el papelito del hilo, y lo leí: “Déjame volar”.
Esforzándome, pero con una sonrisa imborrable en el rostro, me deshice de las vueltas de la tanza, y entonces el cometa dependía únicamente de la fuerza de mis manos, me sentí la gravedad en esos instantes. Esta vez sin dudarlo, desuní todos mis dedos y permití que el cometa se elevara en dulces espirales hacia las nubes, en las cuales luego desaparecería.

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